viernes, 22 de noviembre de 2013



  Hoy comparto con vosotros este relato que escribí hace tiempo y con el que participé en un concurso. No hubo suerte. Pero creo que es divertido y os puede hacer pasar un buen rato, así lo espero. Además lo cuelgo como petición insistente de mi mejor crítica. A ella se lo dedico.


 


CAFÉ MASTICADO
    El aire era persistente, la tenía loca. El zumbido de las tejas al moverse en el tejado, la tenían en vela desde hacía tres noches. No sabía si tomarse un Valium o irse a dormir al raso, al menos allí no le daría la sensación de que se le iba a caer la casa encima. Mañana tendría que volver a llamar para que le reparasen el tejado o acabaría como Dorothy buscando al Mago de Oz para volver a casa.
    Su hermana había estado esa mañana, bien temprano, para no variar, despertándola cuando casi se había dormido, para traerle otro pastel de zanahoria, de esos que odiaba, pero que a su hermana, a quien todavía no se habían atrevido a decirle que lo suyo no era la repostería, le relajaba su elaboración, cuando, después de otra pelea con su marido y al parecer, ignorando que existía el divorcio, la martirizaba una y otra vez llevándole pasteles. “¡Qué manera más empalagosa de ahorrarse un psicólogo!”.
    Y allí estaba ella, preparándose un café tan cargado que casi se podía masticar y con la sensación de no haber dormido en un mes. ¡Odiaba ese viento! Se quedó parada un momento. “¿Qué oigo?”.  Exacto. Nada. Parecía que el aire había amainado. Era la hora de salir al porche a investigar qué objeto extraño, identificado o no, había traído el aire hasta su puerta esta vez. La semana pasada fue una lavadora arrancada, literalmente, de algún patio trasero que había llegado arrastrándose hasta allí. Otro día unas bragas de la talla XXXL se habían estampado, también literalmente, contra su cara  al abrir la puerta.
     Había desistido de ir a la peluquería. No creía que hubiese en el pueblo manos  capaces de desenredar su pelo cuando llegase allí  ¿Pero de dónde demonios viene este viento?­”. Parecía la mismísima furia de Zeus azotando, como quién no tiene nada que hacer, un pueblucho perdido en la nada. Salió al patio con cautela, con miedo a la “braga voladora”. Su vecino, el tío bueno, estaba regando las plantas. ¿Cómo podía un ser tan angelical y macizo llenar todas sus expectativas? Pero, no, no era amor, no nos engañemos. Aunque si le invitase a un café…ella llevaría la tarta de zanahoria…una cosa llevaría a la otra, “¡basta!, ¡maldita mente calenturienta!”.
   A pesar de sus cavilaciones, percibió algo extraño en el ambiente, en el vecindario, faltaba algo, algo a su vista, ¿dónde diablos estaba su coche? “¡Dios!, ¿es que ha salido volando?” Rápidamente se puso su chándal y salió decidida a buscarlo. ¿Cómo era posible?, ¿qué fuerza del mismísimo infierno podía haberse llevado su coche? Salió caminando y desesperada buscando indicios, sospechando encontrar un amasijo de hierros por algún lado, ahora una rueda, ahora el parachoques, pero no veía nada.        Subido en un árbol, como si colgase de un clavo, vio al gato de sus vecinos, los Testigos de Jehová,  “¿cómo pueden después de diez hijos alimentar también a un pobre gato?”,  el animalito se ve que se había aventurado demasiado alto y no alcanzaba a bajar. Se acercó y estiró los brazos para alcanzarlo pero el puñetero gato, lo que hizo fue soltarle un manotazo con todas sus “uñitas” abiertas, “pero, ¿quién me mandaría a mí a hacer de Juana de Arco?”. Y dolorida se fue. Habría que seguir buscando al “coche volador”.
    El aire había hecho estragos en todo el vecindario. Los cables de la luz formaban un amasijo de hierros encima de sus postes de madera. Lo que quería decir que nada de TV, nada de teléfono, nada de nada, “uaaah, ¿qué voy  hacer yo ahora contra mi insomnio si no puedo ver al menos los clásicos de la TVE2?, ¿qué voy a hacer yo sin Bette Davis y sin Rita Haywort?”. Y ni rastro de su coche.
   La gente iba como loca por la calle. El aire era denso y caliente. Torbellinos de paja seca se repartían por la carretera en uno y otro lado de la calle. Y los jardines, ¡qué desastre!, macetas caídas, árboles arrancados de cuajo, farolas torcidas, sombrillas vueltas del revés, dejando su esqueleto desnudo al descubierto, un auténtico caos.          Y ni rastro de su coche. Las alarmas de los otros autos, que seguían aparcados, sonaban llevadas por la autonomía de verse zarandeados por el increíble aire. “¡Y yo con este sueño!, y al final ¡se me irá la inspiración!”. Siguió caminando, bordeando calles.     Preguntó, como loca, a cada vecino que se encontraba, la absurda pregunta, hasta a ella le resultaba de locos, que si habían visto su coche .La cara de ellos mejor no describirla.
    El taller de Billy se encontraba a dos manzanas de allí y decidió ir a preguntarle, tal vez lo habían robado y, misteriosamente, le habían llegado algunas piezas o algo extraño, no perdía nada por preguntar, lo único que podía perder  ya era su reputación y esa ya se había perjudicado bastante por el camino. Empezaba a hacer calor. Notaba el sudor bajando por la espalda y pegando la camiseta de algodón a su cuerpo. Este clima cada vez más raro. “¡Qué lejos está el taller de Billy!”, le podía haber pedido el favor a su vecino, “- si, perdona que te moleste, es que creo que el aire se ha llevado mi coche, ¿te importaría acompañarme a buscarlo? -”. Claro que podía ser más humillante aún, “- si, perdona, es que creo que este aire huracanado me ha teletransportado y no encuentro mi coche, ¿podrías ayudarme a buscarlo? -”. Cada día estaba más segura que lo mejor era dejar el Valium. Pero, lo cierto, es que no encontraba su coche, “Llamaré a la policía, les daré una oportunidad a esos que nunca encuentran nada. No, no llamaré a la policía. Demasiadas preguntas”. Se estaba mareando. Después de tres noches de insomnio, su frustración amorosa, los malditos pasteles de zanahoria y el café masticado, lo que menos le apetecía era la chulería de un oficial de policía que no tenía otra cosa que hacer en el día que bajar gatos de los árboles, y hoy ni eso, “¡maldito gato!, con lo agradable que sería estar ahora en la cama, durmiendo”. Siguió caminando hacia el taller.
   Era época de cerezas y los cerezos que habían quedado de pie, eran un espectáculo. Olía a leña, a césped mojado y a margaritas. Todo eso le traía recuerdos del campo. Cuando podía ir al campo. Una maldita alergia a todo se lo impedía ahora. Recordaba cuando jugaba con Tom en los campos de trigo. Se pasaban horas y horas adivinando el nombre de los pájaros; construyendo casetas en los árboles... Jugaban a esconderse y a ver quién resistía más tiempo en tierra, sólo con el ruido de las chicharras y aguantando la respiración para no oír a las serpientes. Había muchas por aquél lugar. Una vez le mordió una a Tom pero no resultó venenosa, aunque si le causó mucho dolor. Sí, de pequeña había sido un poco Tom Sawyer; un poco gamberra, pero muy feliz. Una infancia inocente y llena que la ciudad había dejado atrás con sus ruidos y sus prisas. Lo recordaba con cariño. Otra etapa de su vida, ni más ni menos. Pero “¿qué será de Tom?”. Ahora no sabía nada de él. Recordaba el diálogo que tuvieron una vez paseando por la orilla del río que había cerca de la casa del campo:
            “- Que sí, -se empeñaba en decirle Tom- que las nubes son volutas de humo que dejaron los indios para que, cuando los echasen de sus tierras, supiesen volver, encontrar el camino.
            - Si las nubes no dejan de moverse -le replicó ella- Pues es más fácil y mejor        hacer un camino de piedras.
            - No, no es lo mismo echar piedras por un sendero que se van perdiendo y así,     con las nubes en el cielo, es más fácil. Y lo sé porque que soy mayor y...”
    “¡Qué imaginación la de Tom!” Siempre empeñado en dar respuesta a todo lo que su cabecita pensaba. Recordó también la vez que le escondió un tirachinas que él adoraba. Tom pensó que había perdido su tirachinas favorito. Cuando se enteró estuvo tres días sin ir a verla. Con este recuerdo se le hizo un nudo en el estómago “Pufff, ¡fue horrible no verle todo ese tiempo!, ¡cómo me arrepentí de aquello!”. Los padres de Tom eran gente humilde, vivían en una pequeña casita en lo alto de la montaña. Cada mañana, Tom bajaba a la pequeña escuela, después de caminar 50 minutos, y descansaba en la misma piedra antes de entrar en la escuela. Allí fue donde lo conoció. Miraba para un lado y para otro, dándole vueltas entre sus manos a un viejo tirachinas. Su mochila de los libros era una vieja bolsa toda roída con un enorme caballo blanco levantado sobre las dos patas traseras, no podía olvidar esa vieja bolsa. Sus rodillas estaban hechas una pena, llenas de costras, y recordó lo primero que pensó de él ¡vaya desastre de rodillas!, ¿es que se tirará montaña abajo para llegar antes?”.
    Nunca olvidó a Tom.  La casa del campo se vendió, y a raíz de ahí vinieron todas las alergias. Alergia a los coches, a las carreteras asfaltadas, a los bloques de viviendas, a los centros comerciales, a las vecinas cotillas, al autobús, que se obligaba a coger todos los días para combatir su fobia a los pasamanos y a los gérmenes. Su psicóloga se lo había recomendado, lo mejor era afrontarlo de lleno, subiéndose a un autobús y haciendo todo el recorrido de pie, agarrada a una barra, “¡qué asco!”, le entraba ansiedad sólo de pensarlo. No soportaba los chicles pegados a los asientos, con manchas de no se sabía qué, de la respiración de otro en su nuca, de la axila de otro pegada a su brazo. Vale. Lo reconocía, tenía sus manías. Era una mujer de 35 años con manías. Tampoco era ninguna novedad. Los hombres perdían horas y horas ante un videojuego y no iban al psicólogo, o si, bueno da igual. Su vida era un auténtico desastre. Eso era ella, un puñetero desastre.
    De pronto, como si le hubiese caído una maceta en la cabeza, cosa que no hubiese sido rara, recordó algo que la paró en seco. Su coche. “¡Pero cómo puedo estar tan mal de la cabeza!”. Recordó la noche anterior. Su hermana la llamó. Pasaría por la mañana temprano y se llevaría su coche para ir al trabajo porque el suyo estaba averiado. Su hermana, a la que todos en el pueblo conocían, había estado de un lado para otro con su coche, mientras ella, como una absoluta imbécil, como la prima hermana de Bridget Jones, había estado preguntando por todo el pueblo por él, ¿se podía hacer más el ridículo? Sí, aún sí, cuando miró hacia abajo y vio que llevaba las zapatillas de cabeza de oso puestas en los pies. No podía ser. Todo el tiempo había ido caminando con ellas, “¿qué más puede pasarme?” Alzó la vista y ahí estaba él, con su cara de ángel, preguntándole la hora. Definitivamente este aire venía del mismísimo infierno.

jueves, 14 de noviembre de 2013



Me gustaría compartir con vosotros este precioso microrelato de Juan Pedro Aparicio. Es muy bonito como condensa en tan pocas lineas toda la vida del personaje, como sin necesidad de que exista un planteamiento ni un nudo en la historia, llegas a conocer profundamente y sin adornos toda su vida. El relato es como una píldora de realidad en dos minutos de lectura. Para mi gusto, precioso.


  Rememoración final.

    Supo de inmediato que el paracaídas no se le abriría. Pero, debido a la mucha altura, todavía tardaría varios minutos en estrellarse contra el suelo. Era tan joven que tenía muy poco que rememorar de su vida pasada mientras se dolía por la pérdida de aquella otra que ya no iba a conocer.En su mente se produjo entonces una súbita aceleración. No tenía novia, pero conoció a una chica en la piscina y se casó con ella.
   Tuvieron dos hijos. El mayor se hizo militar como él. El menor, cosa sorprendente, guionista de televisisón; y no le fue mal.Sus nietos, sólo dos, se llamaron Daniel y Adela, nombres que no tenían tradición en su familia. 
  Sólo sentía la pena de no vivir lo suficiente como para asitir a la boda de su nieta, aunque, por viejo, se había acostumbrado a la muerte como a un animal de compañía. Y él, cuando su cuerpo se rompió contra el suelo, ya había superado los ochenta y tres años de vida.
 
RELATOS CON ALMA.

  ALGO MÁS QUE UN REGALO.

  El embarazo empezaba a delatarme sin compasión. Mi tripa crecía, haciendo cada vez más difícil mi rutina diaria en el instituto. Mamá, ni siquiera se había dado cuenta;demasiado ocupada trayendo dinero a casa. Papá, ni siquiera se había dado cuenta; demasiado fútbol.

  Una y otra vez, mi cuerpo luchaba por mantener algo en mi estómago. Las noticias de las 6, anunciaron ese día que los aviones no saldrían de Barcelona por una densa niebla que amenazaba con permanecer al menos 24 horas más. Me tocaba retrasar mi vuelo. De todas formas, veía cada vez más complicado mi Erasmus en ese estado. Permanecer en Irlanda un año, me iba a resultar de lo más difícil si el embarazo continuaba. Sólo estaba de dos meses pero mi cuerpo no pesaba más de cuarenta y cinco kilos, con lo cual, mi tripa era muy sospechosa.

  Elena estaría a mi lado si abortaba.Quizás, era la única  persona que podía entender el por qué de aquella locura.

  Clara no era felíz. Se debatía entre la vida y la muerte en una cama de hospital, a la espera de un corazón. Ramón, noche tras noche, presenciaba como se iba yendo, llenando sus días de impotencia y desesperación. Pero Clara asumía su destino, ¿qué otra opción le daba la vida?.

  "El destino- me decía cuando iba a visitarla- es como un camino con baldosas rotas en medio de una calle oscura. Tú caminas sin ver donde vas a meter el pie en ningún momento".

  Faltaba una semana para decidirme si me iba o no a Irlanda. Todo estaba preparado. Una locura, una puñetera locura.


  Y entonces sucedió lo que llamamos, inocentemente, una ráfaga de buena suerte. Yo estaba desayunando mis cereales con miel, como todas las mañanas, cuando sonó el teléfono. Mamá fue a contestar. La cocina permanecía abierta al patio, a pesar, de que el maldito gato de los vecinos estaba harto de llevarse comida. A mitad de camino hacia mi boca dejé la cuchara en suspenso. Mamá gritaba una y otra vez-¡Que alegría Clara hija, no me lo puedo creer!¿Cuándo será el trasplante? ¿Te han dicho la fecha? ¡Dios mío que alegría!


  Por fin, un corazón para Clara, sólo faltaba esperar las pruebas y preparar la operación. La vida le daba a mi hermana un nuevo guiño. Yo era felíz. Mi hermana y su nueva oportunidad.

  Recordé entonces una conversación con Clara un año atrás, poco después de saber que estaba muy enferma, cuando volvió a sufrir otro aborto. Era el tercero, pero estaba decidida a llevar adelante su embarazo a pesar de las advertencias de su médico. Pero no fue posible, ya que su corazón estaba cada vez más débil y era inminente la necesidad de un trasplante. Aquello truncó sus pocas esperanzas.

  Yo sabía lo importante que era para Clara ser madre. Desde pequeñas, la afectividad materna no fue un ejemplo a seguir. No culpábamos a mamá de estar siempre tan ocupada, la culpábamos de no admitir que hubiese preferido no ser madre.

  La decisión estaba tomada. Me iría a Irlanda con mi secreto en la mochila. Al regreso, sobrarían las explicaciones porque cuando algo ya no tiene solución es absurdo razonarlas.

  Pero, la tarde antes de mi salida hacia mi Erasmus, Clara se quedó sin corazón. La burocracia de transplantes había dejado, de nuevo, a mi hermana a la espera de un milagro para poder sobrevivir. La niebla me dejaba marchar pero la duda me ataba las tripas y me planteé desistir del viaje y quedarme junto a Clara, a pesar de tener que dar muchas explicaciones.

  Subí a la cuarta planta donde Clara estaba ingresada. Habitación 322. Clara estaba pálida pero me esperaba con la misma dulzura en su cara.

  -Cariño, tienes que hacer este viaje, aquí no puedes hacer nada, sólo serán unos meses y ya me han dicho que, tal vez, no tenga que esperar tanto. Cuando vuelvas de esa maravillosa aventura, yo mísma iré a recibirte. Haz ese viaje por mí, te lo mereces.

  El avión salió a las 7 de la mañana, la niebla estaba bastante disipada y papá había ido a despedirme a la terminal, mamá estaba en una reunión.

  A través de la ventanilla observaba pasar las nubes, el cielo estaba tan cerca, me sentía feliz de empezar a vivir por mi mísma y felíz porque al regresar Clara, seguramente, estaría más recuperada. El sueño empezó a vencerme despacio, muy despacio.

  El impacto no fue tan traumático, nada lo fue en realidad. La velocidad de la inercia de la avión al chocar contra el océano, ayudó a que mi corazón dejara de latir antes de sentir el golpe.

  Las noticias de las 6 anunciaron el accidente. Ningún superviviente, el océano se los tragó a todos.

  En el hospital, la televisión estaba sin monedas. Ramón bajó al bar a conseguir cambio cuando en la televisión de la cafetería oyó la noticia. Era el avión en el que iba Teresa; tenía que decírselo a Clara. Un torbellino de pensamientos le vino a la cabeza. Aquella tarde en su casa, Clara estaba trabajando y Teresa vino a verle. Aquello estaba mal, pero adoraban a Clara y lo decidieron en la segunda taza de café. Teresa estaba dispuesta a ese sacrificio por su hermana y él tendría ese hijo tan deseado. Al fin y al cabo, era una decisión de ellos dos y de nadie más. En Irlanda, un buen amigo suyo iba a velar y a cuidar de Teresa durante el embarazo...

  Ramón apuró el vaso de agua pensando que nada estaba decidido, que el destino, como decía Clara, no era mas que un camino de baldosas rotas y nunca sabes dónde vas a meter el pie.