Hoy comparto con vosotros este relato que escribí hace tiempo y con el que participé en un concurso. No hubo suerte. Pero creo que es divertido y os puede hacer pasar un buen rato, así lo espero. Además lo cuelgo como petición insistente de mi mejor crítica. A ella se lo dedico.
CAFÉ
MASTICADO
El aire era persistente, la tenía loca. El
zumbido de las tejas al moverse en el tejado, la tenían en vela desde hacía
tres noches. No sabía si tomarse un Valium o irse a dormir al raso, al menos
allí no le daría la sensación de que se le iba a caer la casa encima. Mañana
tendría que volver a llamar para que le reparasen el tejado o acabaría como
Dorothy buscando al Mago de Oz para volver a casa.
Su
hermana había estado esa mañana, bien temprano, para no variar, despertándola
cuando casi se había dormido, para traerle otro pastel de zanahoria, de esos
que odiaba, pero que a su hermana, a quien todavía no se habían atrevido a
decirle que lo suyo no era la repostería, le relajaba su elaboración, cuando,
después de otra pelea con su marido y al parecer, ignorando que existía el
divorcio, la martirizaba una y otra vez llevándole pasteles. “¡Qué manera más empalagosa de ahorrarse un
psicólogo!”.
Y
allí estaba ella, preparándose un café tan cargado que casi se podía masticar y
con la sensación de no haber dormido en un mes. ¡Odiaba ese viento! Se quedó
parada un momento. “¿Qué oigo?”. Exacto. Nada. Parecía que el aire había
amainado. Era la hora de salir al porche a investigar qué objeto extraño,
identificado o no, había traído el aire hasta su puerta esta vez. La semana
pasada fue una lavadora arrancada, literalmente, de algún patio trasero que
había llegado arrastrándose hasta allí. Otro día unas bragas de la talla XXXL
se habían estampado, también literalmente, contra su cara al abrir la puerta.
Había
desistido de ir a la peluquería. No creía que hubiese en el pueblo manos capaces de desenredar su pelo cuando llegase
allí “¿Pero de
dónde demonios viene este viento?”. Parecía la mismísima furia de Zeus
azotando, como quién no tiene nada que hacer, un pueblucho perdido en la nada.
Salió al patio con cautela, con miedo a la “braga voladora”. Su vecino, el tío
bueno, estaba regando las plantas. ¿Cómo podía un ser tan angelical y macizo llenar
todas sus expectativas? Pero, no, no era amor, no nos engañemos. Aunque si le
invitase a un café…ella llevaría la tarta de zanahoria…una cosa llevaría a la
otra, “¡basta!, ¡maldita mente
calenturienta!”.
A pesar de sus cavilaciones, percibió algo extraño
en el ambiente, en el vecindario, faltaba algo, algo a su vista, ¿dónde diablos estaba su coche? “¡Dios!, ¿es que ha salido volando?”
Rápidamente se puso su chándal y salió decidida a buscarlo. ¿Cómo era posible?,
¿qué fuerza del mismísimo infierno podía haberse llevado su coche? Salió
caminando y desesperada buscando indicios, sospechando encontrar un amasijo de
hierros por algún lado, ahora una rueda, ahora el parachoques, pero no veía
nada. Subido en un árbol, como si
colgase de un clavo, vio al gato de sus vecinos, los Testigos de Jehová, “¿cómo pueden
después de diez hijos alimentar también a un pobre gato?”, el animalito se ve que se había aventurado
demasiado alto y no alcanzaba a bajar. Se acercó y estiró los brazos para
alcanzarlo pero el puñetero gato, lo que hizo fue soltarle un manotazo con
todas sus “uñitas” abiertas, “pero,
¿quién me mandaría a mí a hacer de Juana de Arco?”. Y dolorida se fue.
Habría que seguir buscando al “coche volador”.
El
aire había hecho estragos en todo el vecindario. Los cables de la luz formaban
un amasijo de hierros encima de sus postes de madera. Lo que quería decir que
nada de TV, nada de teléfono, nada de nada, “uaaah,
¿qué voy hacer yo ahora contra mi insomnio si no puedo
ver al menos los clásicos de la TVE2?, ¿qué
voy a hacer yo sin Bette Davis y sin Rita Haywort?”. Y ni rastro de su
coche.
La gente iba como loca por la calle. El aire
era denso y caliente. Torbellinos de paja seca se repartían por la carretera en
uno y otro lado de la calle. Y los jardines, ¡qué desastre!, macetas caídas,
árboles arrancados de cuajo, farolas torcidas, sombrillas vueltas del revés,
dejando su esqueleto desnudo al descubierto, un auténtico caos. Y ni rastro de su coche. Las alarmas
de los otros autos, que seguían aparcados, sonaban llevadas por la autonomía de
verse zarandeados por el increíble aire. “¡Y
yo con este sueño!, y al final ¡se me
irá la inspiración!”. Siguió caminando, bordeando calles. Preguntó, como loca, a cada vecino que se
encontraba, la absurda pregunta, hasta a ella le resultaba de locos, que si
habían visto su coche .La cara de ellos mejor no describirla.
El
taller de Billy se encontraba a dos manzanas de allí y decidió ir a preguntarle,
tal vez lo habían robado y, misteriosamente, le habían llegado algunas piezas o
algo extraño, no perdía nada por preguntar, lo único que podía perder ya era su reputación y esa ya se había
perjudicado bastante por el camino. Empezaba a hacer calor. Notaba el sudor bajando
por la espalda y pegando la camiseta de algodón a su cuerpo. Este clima cada
vez más raro. “¡Qué lejos está el taller
de Billy!”, le podía haber pedido el favor a su vecino, “- si, perdona que te moleste, es que creo que el aire se ha llevado
mi coche, ¿te importaría acompañarme a buscarlo? -”. Claro que podía ser
más humillante aún, “- si, perdona, es
que creo que este aire huracanado me ha teletransportado y no encuentro mi
coche, ¿podrías ayudarme a buscarlo? -”. Cada día estaba más segura que lo
mejor era dejar el Valium. Pero, lo cierto, es que no encontraba su coche, “Llamaré a la policía, les daré una
oportunidad a esos que nunca encuentran nada. No, no llamaré a la policía.
Demasiadas preguntas”. Se estaba mareando. Después de tres noches de
insomnio, su frustración amorosa, los malditos pasteles de zanahoria y el café
masticado, lo que menos le apetecía era la chulería de un oficial de policía
que no tenía otra cosa que hacer en el día que bajar gatos de los árboles, y
hoy ni eso, “¡maldito gato!, con lo agradable que sería estar ahora en
la cama, durmiendo”. Siguió caminando hacia el taller.
Era época de cerezas y los cerezos que habían
quedado de pie, eran un espectáculo. Olía a leña, a césped mojado y a
margaritas. Todo eso le traía recuerdos del campo. Cuando podía ir al campo.
Una maldita alergia a todo se lo impedía ahora. Recordaba cuando jugaba con Tom
en los campos de trigo. Se pasaban horas y horas adivinando el nombre de los
pájaros; construyendo casetas en los árboles... Jugaban a esconderse y a ver
quién resistía más tiempo en tierra, sólo con el ruido de las chicharras y
aguantando la respiración para no oír a las serpientes. Había muchas por aquél
lugar. Una vez le mordió una a Tom pero no resultó venenosa, aunque si le causó
mucho dolor. Sí, de pequeña había sido un poco Tom Sawyer; un poco gamberra,
pero muy feliz. Una infancia inocente y llena que la ciudad había dejado atrás
con sus ruidos y sus prisas. Lo recordaba con cariño. Otra etapa de su vida, ni
más ni menos. Pero “¿qué será de Tom?”. Ahora
no sabía nada de él. Recordaba el diálogo que tuvieron una vez paseando por la
orilla del río que había cerca de la casa del campo:
“- Que sí, -se empeñaba en decirle Tom- que las nubes son volutas de humo que dejaron los indios para que, cuando los echasen
de sus tierras, supiesen volver, encontrar
el camino.
- Si las nubes no dejan de moverse -le replicó ella- Pues es más fácil y
mejor hacer un camino de piedras.
- No, no es lo mismo echar piedras
por un sendero que se van perdiendo y así, con
las nubes en el cielo, es más fácil. Y lo sé porque que soy mayor y...”
“¡Qué
imaginación la de Tom!” Siempre empeñado en dar respuesta
a todo lo que su cabecita pensaba. Recordó también la vez que le escondió un
tirachinas que él adoraba. Tom pensó que había perdido su tirachinas favorito. Cuando se enteró estuvo tres días sin
ir a verla. Con este recuerdo se le
hizo un nudo en el estómago “Pufff, ¡fue
horrible no verle todo ese tiempo!, ¡cómo me arrepentí de aquello!”. Los
padres de Tom eran gente humilde, vivían en una pequeña casita en lo alto de la
montaña. Cada mañana, Tom bajaba a la pequeña escuela, después de caminar 50
minutos, y descansaba en la misma piedra antes de entrar en la escuela. Allí
fue donde lo conoció. Miraba para un lado y para otro, dándole vueltas entre
sus manos a un viejo tirachinas. Su mochila de los libros era una vieja bolsa
toda roída con un enorme caballo blanco levantado sobre las dos patas traseras,
no podía olvidar esa vieja bolsa. Sus rodillas estaban hechas una pena, llenas
de costras, y recordó lo primero que pensó de él “¡vaya desastre de rodillas!, ¿es que se tirará montaña abajo para llegar
antes?”.
Nunca
olvidó a Tom. La casa del campo se
vendió, y a raíz de ahí vinieron todas las alergias. Alergia a los coches, a
las carreteras asfaltadas, a los bloques de viviendas, a los centros
comerciales, a las vecinas cotillas, al autobús, que se obligaba a coger todos
los días para combatir su fobia a los pasamanos y a los gérmenes. Su psicóloga
se lo había recomendado, lo mejor era afrontarlo de lleno, subiéndose a un
autobús y haciendo todo el recorrido de pie, agarrada a una barra, “¡qué asco!”, le entraba ansiedad sólo
de pensarlo. No soportaba los chicles pegados a los asientos, con manchas de no
se sabía qué, de la respiración de otro en su nuca, de la axila de otro pegada
a su brazo. Vale. Lo reconocía, tenía sus manías. Era una mujer de 35 años con
manías. Tampoco era ninguna novedad. Los hombres perdían horas y horas ante un
videojuego y no iban al psicólogo, o si, bueno da igual. Su vida era un
auténtico desastre. Eso era ella, un puñetero desastre.
De
pronto, como si le hubiese caído una maceta en la cabeza, cosa que no hubiese
sido rara, recordó algo que la paró en seco. Su coche. “¡Pero cómo puedo estar tan mal de la cabeza!”. Recordó la noche
anterior. Su hermana la llamó. Pasaría por la mañana temprano y se llevaría su
coche para ir al trabajo porque el suyo estaba averiado. Su hermana, a la que
todos en el pueblo conocían, había estado de un lado para otro con su coche,
mientras ella, como una absoluta imbécil, como la prima hermana de Bridget
Jones, había estado preguntando por todo el pueblo por él, ¿se podía hacer más
el ridículo? Sí, aún sí, cuando miró hacia abajo y vio que llevaba las
zapatillas de cabeza de oso puestas en los pies. No podía ser. Todo el tiempo
había ido caminando con ellas, “¿qué más puede
pasarme?” Alzó la vista y ahí estaba él, con su cara de ángel,
preguntándole la hora. Definitivamente
este aire venía del mismísimo infierno.
Bravo!!!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarTú estas un poco rarita ¿no?, uuuuuyyyyyyy, que cosas escribe esta niña
ResponderEliminarjaja buenisimo Moni a mas de una nos afectan los aires del siroco.besotes
ResponderEliminar