EL FANTASMA DE LAS PRISAS.
Toda la vida corriendo. Sólo se aprendió de memoria ese gerundio. Cada mañana desayunaba en su pequeña cocina, con su pequeña taza, su pequeño trozo de pan. Todo lo pequeño le hacía sentir grande. Un eco inequívoco de su gran ignorancia. Para él lo pequeño era insignificante, lelo, absurdo de existir.
Metido en su pequeño cubículo laboral, pasaba horas y horas mirando números, facturas, balances, dinero de otros, dinero ingastable para él. Soñando con sueños de otros, manejaba la vida de otros soñando con ser otros. Mientras la vida, su vida, pasaba de ventanas para afuera. Cada viernes, al terminar la jornada laboral, comía un sandwich de la máquina del centro comercial y entraba en el cine. Se sentaba, como cada viernes, en la fila 9, asiento 9, pensaba que allí la película le haría sentir cosas, cosas que sólo él podía sentir, porque estaba en la fila 9, asiento 9. Como un minero en la oscuridad, buscaba imágenes inventadas por otros, en la vida de otros, alguna señal que le hiciera sentir vivo. Hacía 10 años que no había besado. Y ese beso fue una equivocación. Ese beso le sumió en la prisa, en la desdicha, en la ignorancia de no conocer el amor. Le sumió en su vida actual. El miedo. Una vez terminado el cine, corría con prisa, hacia su casa. El loro tenía que comer. No bastaba que tuviera el comedero lleno. A esa hora, el loro tenía que comer. Después se sentaba en su sillón orejero. Ya era tarde a través del cristal. La tarde le devolvía el anuncio rojizo de que llegaba a su fin. Y, de pronto, hizo algo que hacía años no hacía, por falta de tiempo, por supuesto. Se paró a pansar. Y sus pensamientos eran lentos por una vez. Pensaba a la vez que veía la realidad de su vida, de su pequeña vida con prisas. Y se sintió pequeño. Y por primera vez esa pequeñez le enseñó algo. Una puerta a la esperanza que nunca se cierra, la puerta de la oportunidad. Se levantó y cogió el teléfono. Marcó el único número que se sabía de memoria y dejó que un café en mitad de la tarde le devolviera las ganas de vivir.Sintió alegría por vencer el miedo a vivir, a amar, a volver a verla. Sintió que la prisa desaparecía dejando una sombra cada vez más corta. Y llenó el comedero del loro. No sabía a que hora volvería. No tenía prisa.
De nada conviene correr, lo que conviene es partir a tiempo. La prisa tropieza con sus propios pies
ResponderEliminarHola, que razón teneis. Las prisas no llevan a nada bueno. Pero vivimos en un mundo en el que la prisa forma parte de todo lo que nos rodea. Queremos hacer muchas cosas y el dia da para lo que da. Hay que pararse de vez en cuando y disfrutar del momento, solos o en compañia. Es cuestión de mentalizarnos y no ponernos metas tan exigentes. Besitos
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